¿Sabes qué? Que la sociedad y el sistema educativo español siempre se centran en las mismas aptitudes y dejan a un lado lo que, para mí, es una aptitud esencial: la inteligencia emocional.
Yo me acuerdo de estar en primaria y en la ESO y frases como “soy bueno en mates”, “tú vas para médico” o “qué memoria tienes” se escuchaban día sí y día también.
Pero jamás escuché un “qué bien has gestionado este cambio” o “qué maravilla lo bien que te estás adaptando”…
Señores, señoras, la inteligencia emocional importa, y mucho. Enseñar a un niño a entender que no tiene que ser bueno en todo es importante. Enseñarle que el fracaso es parte de la vida es importante. Explicar a los niños que de todo lo malo y bueno de la vida se aprende, es importante. Enseñarles el valor del esfuerzo y la constancia, es importante; que hay veces que no es importante el resultado, si no el camino hacia ese resultado…
Esto que estoy escribiendo no lo hago desde una perspectiva científica ya que mis conocimientos son limitados, hablo desde mi opinión y experiencia personal.
Desde muy pequeña he tenido que lidiar con bastantes problemas, unos más serios y otros que podemos considerar “tonterías” y, quizás, el punto de inflexión de mi vida donde me di cuenta que no me conocía y que no sabía nada sobre mí misma fue la muerte de mi padre. Y sí, digo muerte, no fallecimiento, que parece que en esta sociedad tenemos miedo a la muerte cuando es precisamente lo que da sentido a la vida.
Os voy a contar un poco como fue:
En 2015, mi padre se empezó a encontrar mal a finales de mayo y junio. Tenía dolor abdominal, vomitaba, no tenía apetito… Pero bueno, no le dimos más importancia podría ser un problema gastro-digestivo que se solucionaría…Sin embargo, a finales de agosto la cosa se complicó.
Empezó a vomitar todo lo que comía y perdió mucho peso. Cada día estaba más cansado y ya no era el Chana de siempre, algo pasaba. Un día, estando yo en Barcelona con unas amigas, recibí una llamada donde me dijeron literalmente “María, por favor, vuelve a León, tu padre está muy mal. Está amarillo, no come… Creo que tiene cáncer”. ¡Qué palabra: cáncer!.
Imaginadme a mí, en un taxi con mis amigas y unos amigos de mi madre paseando por Sitges a las ocho de la tarde, con 19 años y la palabra cáncer retumbando en mi cabeza. Mis amigas me calmaron, me dijeron que al día siguiente nos íbamos de urgencia a León y que tratara de mantener la esperanza. Llamé a mi madre llorando, con muchísima angustia y ella me dijo “María, relájate, puede ser hepatitis. Vete a León, llévale al hospital y que le hagan pruebas”.
Y así fue, al día siguiente puse mi coche a todo lo que daba para llegar a León cuanto antes y, según llegué, me lo llevé al Hospital.
A Dios gracias, un amigo de mi padre estaba de guardia en urgencias y agilizó los trámites. Quince minutos después de un TAC con contraste, todos mis miedos se hicieron realidad:
“María, tu padre está muy grave. No tiene abdomen, es todo una masa tumoral. Está en grado 4, llévatelo a Madrid”.
Lloraba, lloraba muchísimo, el hombre de mi vida iba a empezar una batalla contra una de las enfermedades más perras del mundo: cáncer. Miedo, angustia, tristeza… Pero había que tirar para adelante.
Al día siguiente, nos fuimos a Madrid él y yo. Mi hermana y mi madre estaban en Estados Unidos (allí estudiaba mi hermana) y me vi sola ante una situación bastante complicada.
Tras muchos médicos que visité y tras convencerle, por fin le ingresaron en un hospital de Madrid y, tras varios días de pruebas, confirmaron que el cáncer de mi padre era irreversible y no tenía cura. Adenocarcinoma gástrico con metástasis hepática. Joe con el nombrecito colega… El p*to bicho estaba muy avanzado y la bilirrubina la tenía tan alta que si le aplicaban quimio se volvería una toxina nada beneficiosa para su estado.
Pasaban los días y yo le veía cada vez más débil… Pasaban los días y dejaba de hablar porque tenía que decidir entre hablar o poder respirar… Pasaban los días y todos nos hacíamos los valientes al entrar en la habitación a verle y en cuanto salíamos, rompíamos a llorar de la manera más dolorosa que hemos llorado nunca.
Chana se iba, poco a poco, lentamente. Hasta que llegó un punto, pasadas tres semanas, donde dejó de sufrir y el calvario terminó. O eso creía yo.
Tres semanas de no dormir, de pensar que se curaría y no, esta vez no pudo ser. Un cáncer se lo llevó al cielo.
Los meses siguientes fueron muy duros, empecé a tomar medicación para poder dormir, era un zombie y, además, me dio por recurrir a ciertas sustancias que no recomiendo tomar a nadie: drogas blandas. Sí, ok, blandas, pero a fin de cuentas drogas.
Pasaban los meses y los ataques de ansiedad eran cada vez mayores, sentía que se me desgarraba el corazón, que no podía respirar. No me lo podría creer: nunca jamás iba poder abrazar a mi padre.
Y, de repente, un día me levanté y me dije: “María, se acabó, no puedes estar con 20 años en la absoluta mierda lamentándote. Papá no va a volver, aprende a convivir con ello”.
Y aquí empezó mi ruta en busca de mi bienestar mental. Un psiquiatra y un psicólogo: fail absoluto, no me entendía con ellos, una medicación para nada acorde a mi situación y todo empeoró.
Pasaron meses hasta que di con el mejor psiquiatra (a mi modo de ver) de todo Madrid. Me caló desde el principio, me cambió la medicación y me la ajusto. Comenzamos una larguísima terapia donde al principio tenía que ir cada semana, luego cada quince días, luego cada mes y así hasta que me dio el alta médica. Os juro que me convertí en otra persona. María empezó a sonreír, a no tener miedo a salir a la calle, a descansar, a estudiar y a concentrarse… Pero más allá de eso, María se conoció a sí misma. María empezó a entender que su mal humor no era culpa de los demás, que las críticas no debía de tomármelas como algo personal, que los problemas tenía que analizarlos (literalmente hago como si ese problema no fuera mío y aporto la solución que creo que mejor se adapta a ese problema) y darles una o varias soluciones, que todos los sentimientos y emociones son válidos, hay que identificarlos, sentirlos y dejarlos ir, que no todo en esta vida va a ser de la forma que yo quiero y que eso está bien, que tengo que contar hasta 1.000 o lo que haga falta antes de soltar ninguna patada y herir a una persona… Entendí, aprendí, asimilé, trabajé…
Y es que para mí fueron dos años muy complicados. Fueron años de enfrentarme a mí misma, a mis miedos, a salirme de mi zona de comfort, a conocerme…Y, tras dos años, puedo decir que algo sí aprendí y que esas enseñanzas forman parte de mi vida (las sigo trabajando y mejorando ¿eh? que esto no es cuestión de ponerse un día frente al espejo y ¡ale! ya estaría, no, no. Esto es mucho trabajo y paciencia).
Para resumirlo, os voy a dejar 4 de las lecciones más importantes que yo aprendí (todas tienen algo en común, es como si estuvieran concatenadas):
1. Las emociones y los sentimientos son dos cosas diferentes pero que están interconectadas. Una sentimiento es algo duradero, una emoción es algo puntual. Hay que aprender a identificarlas y dejar que no te dominen, es decir, que no tengas un día triste y deprimido y te dediques a escuchar a Álex Ubago en bucle o que tengas un día super feliz y te pienses que todo el mundo tiene que estar en el mismo level of hype en el que tú estás… Siéntelo tú, intenta explicar cómo te sientes pero nunca tratando de que la otra persona sea tú y que sienta en el mismo grado que tú. Tendrás suerte y habrá veces que des con gente en la vida que un día triste se presente en tu casa con bien de chucherías para hacerte compañía y llorar contigo o, como yo lo llamo, estar. Y tendrás también gente que no comprenda tus problemas o que te “menos-precien”. Pero ojo, siempre la cabeza bien alta, tú sabes lo que sientes y que nada en esta vida es para siempre (salvo los plásticos: reciclen).
2. Hay que hacer introspección. Saber cuáles son tus virtudes y tus defectos y aprovecharte de ambos. Trabajar para que tus virtudes crezcan día a día y tratar de ir corrigiendo tus defectos, y si no los corriges, al menos ser consciente de ello.
3. Resiliencia, qué palabra tan bonita. La resilencia es fundamental. El afrontar las cosas tal y como vienen sin frustrarte para mí es una de las cualidades más importantes de una persona. A esta palabra yo le suelo sumar la regla del 90/10, que básicamente viene a decirnos que hay un 10% de cosas en nuestro día a día que no dependen de nosotros pero donde es nuestra actitud (ese 90%) lo que va a hacer que veamos esas cosas incontrolables de una forma u otra.
4. Actitud, actitud y más actitud. ¿Que un día te sientes triste? Perfecto. ¿Que un día te sientes super feliz? Maravilloso ¿Que un día te sientes enfadado? Avanti. Todas las emociones y sentimientos son válidos. Go for it, siéntelo, identifica por qué te puedes sentir así. Y no olvidarse de canalizarlas para que no se apoderen nunca de ti.
5. No todo el mundo siente, piensa ni experimenta las cosas de la misma forma o intensidad que tú. Cada persona es un mundo, nuestra forma de ver la realidad y de sentirla y vivirla es diferente y eso está bien, aporta diversidad y diferentes puntos de vista. Aprender a ser flexibles con la opinión de otros es un aspecto muy importante. No siempre tendremos la razón ni nuestro punto de vista será el mejor, pero todos son válidos (siempre y cuando la gente actúe respetando tu libertad. Es decir “tu libertad empieza donde termina la mía” y viceversa).
